con sus miradas sombrías.
Una madeja de nubes
emboza la luna fría,
con tapabocas de lobos
que el viento desfleca y riza.
Caracolas ululantes
cuajan la nieve en vedijas,
cuchillos de hielo encienden
luciérnagas que rebrillan
en ráfagas misteriosas
de mil estrellas proscritas.
Baila por la chimenea,
una violeta encendida
entre bucles de humo blanco
que en espirales se hacinan
sobre el bermellón de brasas
escamado en gris ceniza.
Se han descolgado en la torre
diez campanadas furtivas,
una a una, lentamente,
van en la noche vacía
retumbando callejuelas
como diez toros suicidas.
Ventanas ciegas al monte.
Al monte la puerta mira.
Bosteza la luz sonámbula
de auroras y lejanías,
y hay sueños de rosa y malva
en el soñar de la niña.
La escopeta y la guitarra
duermen juntas, recogidas,
en un rincón encalado
como una sábana limpia
en que descansan las sombras
esperando el nuevo día.
Un galopar de centauros
por entre las trochas brincan,
una cascada sin dique
que rauda al pueblo camina
portando agridulce aroma
de la agreste serranía.
Y afilada en mil senderos
irrumpe desde la cima
una mirada arrogante
copia de la sierra altiva,
paralizando la rueca
y el dulce sueño en la niña.
Aquella noche de invierno,
de la montaraz Pernía,
por entre breñas y riscos,
galopando cara al día,
va a la grupa de la jaca
hacia insondable guarida.
La prenda que un bandolero
con majeza y bizarría
ha elegido en la comarca
como la flor más bonita.
Por La Pernía dijeron
que en La Pernía decían
que allá donde anida el águila
cultiva su amor la niña.
Y aseguran que las mozas
tienen a la sierra envidia
cuando escuchan el romance
que floreció en La Pernía.